Así fue la visita de Hilary Duff al Bronx, uno de los sectores más peligrosos de Bogotá
Falta poco para la medianoche. Estamos en Juan Amarillo, lugar de ubicación del parche ‘La Marranera’, uno de los más peligrosos del sector.
Son 20 jóvenes que habitan en estas calles, reunidos en una fogata. Se han alejado de prisa cuando nos han visto llegar. Somos extraños, pero la Policía los vuelve a acercar. La conquista es una ‘chocolatada’: chocolate y pan que permite acercarnos y hablar.
La ‘monita’, así la llaman ellos, habla con Michael, de 16 años y William, de 12. Las pupilas dilatadas son el primer signo del “acelere”, causado por el pegante, la marihuana o el bazuco.
A través de un intérprete, la visitante les indaga si son amigos. “Conocidos”, es la respuesta: en la calle no hay amigos. Se vuelve hacia Fabián, de 19, que cuenta que quiere regresar a ‘El Oasis’, la unidad educativa del Idiprón para rehabilitarlos.
Poco antes, en el Jardín Botánico, Hilary Duff había insistido en una petición poco usual: “Llévame a ver a los niños en las calles, por favor, por favor”. No bastó mi respuesta indicando que, en las calles, los niños son desconfiados y reacios. No hay escoltas, ni carros blindados, ni motos. “Lo entiendo”, fue la respuesta. Dejamos el esquema de seguridad, sólo vamos nosotros.
Pasadas las 10 p.m., iniciamos el recorrido. Salimos en dos camionetas, integrados al operativo del padre Velandia, director del Idiprón.
Hilary y su madre, Susan, y Ryan, su jefe de seguridad, serán testigos de lo que ocurre en la noche en una ciudad que no duerme. Vamos con las chaquetas del Idipron, una suerte de salvoconducto.
Carlos Lara, director de El Oasis, hace una radiografía de su trabajo: los jóvenes ingresan a estos centros, conocen el programa, se bañan, lavan su ropa y realizan actividades. “Los niños de antes eran más sucios, pero más sanos. Hoy, son más limpios pero con problemas de drogadicción severos”, afirma Lara.
Pero los resultados satisfacen: el 80 por ciento de los que ingresan logran hacer el proceso, mejorar y recuperarse.
La primera parada es en la olla ‘La Carrilera’, en la 19 con 30, y se nos recibe con una frase dura: “Padre, huele mucho a perfume”.
Allí está Jair. De día, acude a El Oasis y fabrica 15 velas que vende en Las Aguas. El producido se invierte en ‘bichas’, papeletas de bazuco que compra en el Bronx.
Repartimos los morrales con alimentos que lleva Hilary, nos impactan las pulgas y las reacciones. Los morrales se desocupan rápidamente.
Unos se persignan, pero Jair no quiere recibir nada: “¿A cuenta de qué alguien me va a regalar algo?”, dice. Nos encaminamos al centro, con un objetivo final: entrar a Cinco huecos y al Bronx. Vamos viendo la geografía de la noche: mariachis, moteles y postes donde se ofrecen mujeres y travestis.
Es domingo de puente. Algunos que duermen sobre el pavimento se levantan y vienen a pedir chocolate.
Entramos al Bronx y empiezan a sonar pitos. Los ‘campaneros’ están alertando la presencia de ‘rayas’, posibles policías encubiertos. Una muchacha flaca de vestido blanco deambula dando tumbos. Estacionamos para ver la calle abarrotada; desde la esquina y contra las paredes una fila larga de ventas ambulantes iluminadas con bombillos desnudos de alto voltaje.
Los carros han atraído a la multitud que viene hacia nosotros. Es mejor partir. Regreso al hotel, la foto de rigor y hasta mañana. Son cerca de las 2 cuando terminamos.
Hilary se lleva consigo la memoria- de esta ciudad de contrastes. Sin parafernalia, nos deja su ejemplo, auténtico, de compromiso con los niños y las niñas. Y su voluntad de regresar para continuar contribuyendo al cambio de esta realidad que ha descubierto.
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